jueves, 22 de noviembre de 2012

LEYENDAS (4) El origen mítico: Mircea Eliade

     ¿Cómo surge una leyenda? Exactamente eso, de forma anecdótica y concreta, es lo que nos cuenta  Mircea Eliade ¿Quién si no?  en uno de sus suculentos ensayos (1). Un texto que trata  precisamente  sobre naturaleza de los mitos, cuya pervivencia sobre la realidad tiene que ver, según él y hasta donde yo entiendo, con la angustiosa percepción del paso del tiempo, y de la  futilidad de nuestras vidas cotidianas en el enorme río del devenir. Empieza Eliade:

A veces ocurre, raramente, que se tiene la ocasión de presenciar en vivo la transformación de un acontecimiento en mito.

    Y entonces cuenta la historia de un folklorista que había  recogido una leyenda en un pueblo lejano. La leyenda contaba la historia de un joven pastor que había sido despeñado por un hada celosa la noche anterior a su boda.  Tirando del hilo el estudioso  llega a saber que los hechos sucedieron en lugar y tiempo no lejanos; y finalmente llega a conocer a una protagonista de la historia, la novia del joven.  Se entrevista con ella, y esta le cuenta una historia algo más trivial: efectivamente poco antes de la boda su prometido murió despeñado en las montañas.  Cuando el estudioso confronta esta versión con los demás informantes, le dicen que la mujer está muy vieja, y que no recuerda bien lo que realmente ocurrió. Dice Elíade:


Casi todo el pueblo había vivido el hecho auténtico, histórico, pero ese hecho, en tanto que tal, no les satisfacía: la muerte trágica de un joven en la víspera de su boda era algo diferente a la simple muerte por accidente; poseía un oculto sentido que sólo podía revelarse una vez integrado en la categoría mítica.   (. . .)     El mito era el que contaba la verdad: la historia verdadera no era sino mentira. El mito no era, por otra parte, cierto más que en tanto que proporcionaba a la historia uno tono más profundo y más rico: revelaba un destino trágico.

      Esa certeza viene, según Eliade de  la necesidad de “eternidad”  que siente toda persona, agobiada por la futilidad  que subyace en  el fondo de toda condición humana. No es sólo el que el contenido de una leyenda sintonice con algo de nuestras propias vidas, y por ello  hacemos nuestra. No es simplemente que la leyenda cuente algo de nuestra historia. Posiblemente  el urbanita amedrentado nunca sufriera atraco alguno, ni activo ni pasivo; ni nuestro atormentado oficial llegara a fusilar a nadie. Y posiblemente ni siquiera los torpes alardes de la persona adicta al poder consigan llevar a acabo apenas un remedo tosco de lo que podría ser una leyenda, porque  la realidad, a diferencia de las leyendas, siempre huele a pies.

    El quid del asunto no es que la leyenda viva de nuestras vidas, sino que somos nosotros los que vivimos en la leyenda. No le damos vida nosotros a ella, sino ella a nosotros. Y en ella nos trascendemos  y tenemos la sensación de vivir en algo más grande, o más hermoso, o de una dimensión “más allá” de nuestra limitada comprensión racional. Es decir, a través de la leyenda tenemos la sensación de participar de la eternidad. Son concreciones emocionales y cognitivas que actúan como atractores  sistémicos para nuestras mentes; lo que entiendo como arquetipos. Volvamos a Mircea:



     Pero a estas alturas tenemos derecho a preguntarnos si la importancia de los arquetipos para la conciencia del  hombre arcaico y la incapacidad de la memoria popular para retener lo que no sean arquetipos nos revelan algo más que la resistencia de la espiritualidad tradicional frente a la historia; si no nos revela la caducidad, o en todo caso, el carácter secundario, de la individualidad humana en cuanto a tal, individualidad cuya espontaneidad creadora constituye, en último análisis, la autenticidad y la irreversibilidad de la historia.
                               (. . .)
No es fácil precisar qué podría significar semejante “supervivencia de la conciencia impersonal”, aun cuando ciertas experiencias espirituales puedan dejarlo entrever; ¿qué hay de “personal” y de “histórico” en la emoción que se experimenta escuchando música de Bach, en la atención necesaria para la resolución de un problema de matemática, en la lucidez concentrada que presupone el examen de una cuestión filosófica cualquiera? En la medida en que se deja sugestionar por la “historia”, el hombre moderno se siente menoscabado por la posibilidad  de esa supervivencia impersonal. Pero el interés por la reversibilidad y la “novedad” de la historia es un descubrimiento reciente en la vida de la humanidad. En cambio, como vamos a verla al instante, la humanidad arcaica se defendía como podía de todo lo que la historia comportaba de nuevo y de irreversible



(1) Mircea Eliade. “El mito del eterno retorno. Arquetipos y repetición”. Alianza, 1972.  p.49

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