Acabo de asistir al estreno, en el Matadero de Madrid, de una versión de “Roberto
Zucco “, obra póstuma del dramaturgo francés Bernard-Marie Koltès, autor maldito donde
los haya, muerto de sida en 1989, a los 42
años de edad. Autor de culto en el mundo teatral, surrealista y al mismo
tiempo renovador de cierta estructura
clásica de la obra teatral (las tres unidades), no es ciertamente una crítica
experta lo que me corresponde, profano
como soy en lo que se refiere al teatro, que además, como todas las
artes, es cada vez más iniciático. Pero a lo que no me resisto es a hicarle el
diente profesionalmente, dado que el personaje y la historia tienen un
indudable bocado psicológico. Ustedes
juzgarán.
Sería
tentador situarlo en la galería de ilustres "asesinos simpáticos", en compañía
de personajes tan memorables como Annibal Lecter o Vito Corleone, que tienen en
común unas víctimas odiosas y/o estúpidas con las que se ganan la complicidad
de los espectadores en un juego de proyecciones al mejor estilo Freudiano (“buenos
son los que se conforman con soñar lo que los malos efectivamente hacen”). Pero
no; lo de Koltés no es tan tosco, y ciertamente no está por la rentabilidad de
masturbar las bajas pasiones del gran público. ¿Porqué no mata al hermano
macarra, como esperamos desde el comienzo de la obra, y en cambio sí al niño
del parque, hijo de uno de los pocos personajes que llegan a “conectar” con el
desdichado y archisolitario Zucco?.
La
señora del parque. Uno de los poderosos personajes femeninos que jalonan una
obra en la que el protagonista empieza por despacharse a su propia madre. En ese
primer crimen uno piensa que va a ir en la línea del mencionado asesino justiciero, o
terapético, cuando nos entran ganas de gritarle a la madre.”¡pero tía, déjale
entrar y que se lleve lo que quiere¡”. No; como digo la cosa no va por ahí, y
en el sentido de violencia
cinematográfica que uno se teme cuando entra en el teatro avisado sobre la
dureza de la obra, mas bien decepciona un poco. La naturaleza de la violencia
de esta obra, la conmoción que provoca, es más sutil y puede tardar incluso
días en hacerse patente.
La
madre. Empieza por cargarse a su propia madre. Creo que es una de la claves. Y luego la señora del parque,
que parece despreciar al mundo entero casi más que el propio Zucco, incluído a
su propio hijo, que corretea por ahí en chándal; “es un gilipollas” dice de él su propia madre.
Solo varios compases después de que él se lo cargue casi gratuitamente, ella se
lo recrimina violentamente “¡¡era un gilipollas, pero era mi hijo!! ¡¡ MI hijo!!…¡¡
algo totalmente MÏO ¡!… “
¿Hace falta más? En la primera entrada de este blog comentaba
el pelotazo psicoanalítico de Malic en su película “el árbol de la vida”, en la que adornaba
con conmociones galácticas el formidable
conflicto emocional que debió tener con su padre (el “toque National
Geografic”, como lo llamó mi colega Mª Jesús).
No te digo nada cuando el conflicto no es con el padre, sino con la
madre, mucho más raro, y mucho más devastador. El conflicto con el padre nos
lleva a un conflicto con la autoridad y con las normas sociales que puede hacer de nosotros "un rebelde" más o menos inadaptado. El conflicto con la madre nos lleva a
un conflicto con la propia vida, a un cuestionamiento radical de la propia identidad que puede devenir en patologías graves, incluída la psicosis.
Una obra
nada convencional, profundamente perturbadora, y representada con gran eficacia
por un grupo de excelentes actores
venidos de Barcelona (¡hablando de identidades…!). De entre ellos sin duda hay que destacar el formidable trabajo como protagonista de Pablo Derqui, actor de raza con recursos, capaz de pasar del cándido arrobamiento en una escena de amores adolescentes, a la inquietante mirada de un asesino psicópata que mata por puro impulso, pasando por la rabia infinita del hijo despechado, o por la ternura desconcertada del que presencia el sufrimiento que crece constantemente en los márgenes de la pista de baile social... Para no perdérselo.
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