Hay una crisis coyuntural en la historia que desde siempre ha cautivado la imaginación
de intelectuales y profanos, de escritores y cineastas; es la última y en la
que ahora me voy a extender, sobre todo por la riqueza e intensidad de sus
connotaciones culturales y psicológicas. Hay que retroceder mil años más en el tiempo:
se trata de la caída del Imperio Romano. La crisis en cuestión se produce en el siglo III,
dos siglos antes de su desaparición efectiva. Pero no son pocos los que creen
que en realidad la caída empezó ahí, pero que la tremenda inercia del
descomunal imperio la alargó durante dos siglos. Episodio histórico por
excelencia, se mezclan todo tipo de factores sociales, políticos y económicos,
incluyendo cambios culturales y religiosos de enorme alcance en nuestra
historia, como por ejemplo el advenimiento del cristianismo. También en este caso se puede decir que el
desastre financiero, que lo hubo, fue lo de menos. El mundo era demasiado joven
para que el dinero fuera lo más importante, si se me permite la ocurrencia. Veamos
primero, someramente los acontecimientos de la mano de Peter Brown y su clásico
ensayo sobre la Antigüedad
tardía. (Brown 2012)
Durante los siglos
I y II de nuestra era el Imperio Romano llegó a su máximo esplendor. Sin
rivales militares, y con una economía bien organizada, por cierto, basada en la
esclavitud masiva producto de sus incesantes guerras, y con una refinada
cultura asimilada de los griegos, sus ciudadanos conocieron más de dos siglos
de paz y de prosperidad. Es la época que va desde el emperador Augusto a Marco
Aurelio, que coincide con la aparición del cristianismo, y en la que está el
año cero de nuestro calendario, ojo al dato. El Imperio consistió casi siempre
en un conjunto de ciudades-estado que dominaban una franja de territorio que
rara vez se alejaba más de cien kilómetros de la costa. Era más costoso
trasportar un cargamento de trigo 100 kilómetros por tierra, que llevarlo por
barco de una punta a la otra del Mediterráneo. En ese sentido todas sus grandes
ciudades eran muy dependientes de un control “imperial” de las comunicaciones.
Pero en el cenit de su poder, el Imperio se había alejado mucho de su “Mare
Nostrum”: Galia, Hispania, Britania, los valles del Rhin y del Danubio,
aumentando su vulnerabilidad. (Brown, 2012, p. 27).
A principios
del siglo III empieza una etapa de inestabilidad política, y militar. Los
“barbaros”, que habían sido mantenidos a raya eficazmente durante dos siglos,
empiezan de nuevo con sus incursiones. Se suceden emperadores efímeros,
zarandeados por intrigas políticas y palaciegas, y con poco control sobre el
ejército: Las legiones habían perdido su legendaria disciplina y en ellas reinaba
el descontento. En una campaña contra los germanos, los soldados se amotinan, y
asesinan al emperador Septimio Severo. Corría el año 234; es el comienzo formal
de una crisis que ha sido llamada la “Anarquía militar”, y que durará unos 50
años, durante los cuales se sucederán 26 emperadores. Como hemos dicho, en
realidad es el comienzo de la caída del Imperio; larga caída, pues aún
conseguirá mantenerse dos siglos con su capital en Roma, mientras su mitad
oriental, Bizancio con su capital Constantinopla, durarán casi diez siglos más.
(Brown, 2012, p. 20-40).
La muerte de Alejandro fue seguida de un
colapso total. El imperio se convirtió en un instrumento de los soldados. Los
diferentes ejércitos, uno tras otro, proclamaban emperadores a sus comandantes,
los deponían por las más insignificantes quejas contra su severidad o flaqueza
y utilizaban su propia fuerza para saquear sin merced las pacíficas y prósperas
ciudades del imperio. Entre los años 235 y 285 hubo veintiséis emperadores y
solo uno de ellos murió de muerte natural. La mayoría eran hombres que tenían
un verdadero deseo de servir al Estado, buenos soldados y buenos generales que
procuraban defender al Imperio contra los enemigos extranjeros. Pero siempre
tropezaban con el obstáculo de la hez de amotinados de un ejército y se veían
obligados a defenderse contra rivales a quienes los soldados obligaban, con
frecuencia por medios violentos, a competir por el trono. (Rostovzeff,
1960, p.128)
Impresionan los
episodios de ciudades saqueadas por su propia guarnición, cosa que ocurrió
bastantes veces, incluso a la propia Bizancio. La debacle política llegó a tal
punto que dos provincias se proclamaron independientes (Galia y Palmira). Y las
correrías de los bárbaros, cada vez más audaces, llegan hasta la mismísima
Roma, que al igual que muchas grandes ciudades, es rodeada de poderosas
murallas. Es fácil entender la sensación de inseguridad que se apropió de la
población.
El caso es que
ese periodo crítico se superó, y precisamente por iniciativa del propio
ejército; la llamada “Revolución Militar”. Según Brown (p. 39) el ejército fue
un pozo artesiano de talento del que surgieron la gente dispuesta y capaz de
hacerse cargo de la grave situación. Se
hizo una reorganización profunda; se doblaron sus efectivos, y se hizo frente a
las amenazas exteriores con renovada eficacia militar. Los pueblos invasores
fueron derrotados uno por uno, y los que no, fueron “asimilados” mediante
pactos y “subvenciones”.
El
imperio fue salvado gracias a una revolución militar. Rara vez se ha aplicado
una sociedad con tanta decisión a talar la madera seca de sus clases
superiores. La aristocracia senatorial quedó excluida del mando militar hacia
el 260. Los aristócratas debieron dejar la vía expedita a los soldados
profesionales que surgían desde los rangos inferiores de la tropa. Tales
profesionales remodelaron el ejército romano. (Brown, 2012, P. 38)
Pero claro, para
mantener ese inmenso ejército de seiscientos mil efectivos, el más grande
habido hasta entonces sobre el planeta, hubo que subir los impuestos. Y para
subir los impuestos hubo que aumentar el aparato burocrático, especialmente el
encargado de la recaudación, los famosos publicanos. Como de todas formas los
fondos llegaban tarde o nunca, se recurrió a las refundiciones de moneda,
rebajando la cantidad de plata o de oro… lo que dio lugar a las correspondientes
devaluaciones y a subidas generalizadas de los precios. ¡He aquí la crisis
financiera! A todo esto, se empezaron a descuidar las vías de comunicación, de
manera que los transportes y el comercio empezaron a ser precarios. La vida se
tornó más insegura también en las grandes ciudades, que siempre habían sido
mimadas por gobernantes y potentados, que rivalizaban en cultivar la vida
social mediante fastuosos actos y grandiosas construcciones. (Brown, 2012, P.
30-60).
La agricultura
funcionaba sobre todo a base de grandes propiedades, llevadas a base de mano de
obra esclava. Sus propietarios solían tener cargos políticos, incluso senadores,
o estaban en estrecha relación con ellos. Sobre todo en Egipto y el norte de
Africa, grandes cultivos proporcionaban un flujo continuo de alimento a las
grandes ciudades. Pero como parte de la “revolución militar”, muchos cuadros
políticos, incluido el emperador, fueron ocupados por antiguos militares. Con
el debilitamiento del poder central, los senadores empezaron a recluirse cada
vez más en sus propiedades. Se
construyeron grandes villas, donde se retiraban a una vida intelectual y social
autosuficiente. Con frecuencia patrocinaban a artistas e intelectuales, pero
permaneciendo en sus propios feudos. (Brown, 2012, P. 70)
También había
pequeños propietarios, sobre todo por la costumbre de dar tierras a los
licenciados del ejército (el servicio militar era obligatorio, y duraba diez
años). Pero no era raro que no pudieran mantener sus pequeñas propiedades,
entre otras cosas por los elevados impuestos, por lo que muchos las cedían a
los grandes propietarios, que después se las dejaba en usufructo. Esas grandes
posesiones fueron afianzándose, y en una dinámica de concentración de capital,
como las que predice Marx, dieron lugar a la estructura feudal cuando el
imperio acabó por desintegrarse. Recurso característico: al grupo de bárbaros que amenaza con saquear la
hacienda se les acaba contratando como guardia de seguridad.
En cuanto a las
ciudades, fueron quedando en manos de los cristianos, que se mantuvieron como
el único grupo coherente, organizado y solidario entre sí. Lo que desembocó en
que el obispo se convirtiese en la autoridad efectiva de la esfera urbana. Otro
clásico de los relatos medievales: el obispo-guerrero.
No es difícil
intuir la desazón de unos ciudadanos que, durante más de dos siglos, se habían
acostumbrado a vivir, mejor o peor, en un mundo singularmente coherente y
estable. En esta situación de decadencia e incertidumbre las manifestaciones de
angustia y depresión alcanzaron formas casi paroxísticas; las veremos siguiendo
esta vez el clásico ensayo de Eric Robertson Dodds “Paganos y cristianos en una época de angustia”. (Dodds, 1975). Una
de las manifestaciones más conmovedoras son sin duda los aforismos del estoico
emperador Marco Aurelio. Asumiendo la pequeñez de la Tierra , un punto en el
espacio infinito, que insólitamente los astrónomos habían determinado, Marco
Aurelio, como muchos otros pensadores, proclama que…
la vida del hombre es también un punto en el tiempo infinito, el filo
de un cuchillo entre dos eternidades (…) Sus obras son “humo y nada”; sus
éxitos son “un pájaro que voló, que desaparece antes de que podamos echarle
mano”. El estruendo de las armas “una riña de cachorros por un hueso” Y su
propio triunfo por sus victorias sobre los sármatas no es más que la satisfacción de una araña
que acaba de atrapar a una mosca. (Dodds,1965.
p. 26)
Y añade Dodds: “En el
caso de Marco Aurelio se trata de algo más que retórica vacía, porque estas
palabras, pronunciadas con una mortal gravedad, expresan toda una idea de la
condición humana”.
Pero él y otros
filósofos van aún más lejos: El mundo y
la vida humana no solo carecen de valor, sino que ni siquiera son algo real;
que la realidad es como una representación de teatro, imagen ya muy antigua en
la propia filosofía griega, asumida por cínicos y estoicos, y que asume el
propio Marco Aurelio, como cuando describe la vida humana como…
“las representaciones escénicas y la pompa vana de los cortejos”, y
terminando con “títeres dando tumbos sobre una cuerda”, o cuando habla de
luchas fingidas, de huesos arrojados a los cachorros y migas a los peces, del
ajetreo inútil de las hormigas o del atolondrado corretear de los ratones
asustados. (Dodds,1965. p. 27)
El cuestionamiento
alcanza a el mismo conocimiento, que no es más que “un sueño y un delirio”.
Plotino, la figura más eminente del Neoplatonismo, la sofisticada y brillante
filosofía predominante, y que luchó toda su vida contra el abatimiento y el
derrotismo con una vida de disciplina y ascesis, asume una visión parecida de
la condición humana:
Los afanes del hombre no son más que un juego de Dios, que representan
en el teatro del mundo unos “bonitos y deliciosos títeres vivos”, muñecos que
se engañan al creerse hombres verdaderos, que sufren las consecuencias de su
error.
Y añade esta tremenda valoración de los tiempos que le tocó
vivir:
Cuando son saqueadas las ciudades, pasados a cuchillo sus hombres y
raptadas sus mujeres, todo ello no es más que un momento transitorio en el
drama sempiterno. Otras ciudades distintas y mejores se levantarán algún día, y
los niños concebidos criminalmente resultarán hombres mejores que sus padres.
(Dodds 1965. p. 28)
En la misma línea,
el cristiano Orígenes anticipa la catástrofe ecológica:
Esta ancha y maravillosa creación del mundo … ha de debilitarse
necesariamente antes de fenecer. De ahí que la tierra será más frecuentemente
sacudida por terremotos, mientras que la atmósfera se volverá pestilente,
engendrando una malignidad contagiosa” (Y también que) la escasez de vituallas provocará incursiones de pillaje y luchas de
clases; así como una defección de los hombres honrados. (Dodds,1965. p. 31)
Esta última
visión, compartida por muchos cristianos, que esperaban un próximo fin de los
tiempos, es interpretada por Dodds como un inconsciente “deseo de muerte”, que,
en sus tiempos (los de Dodds), encontraba satisfacción en la presunta
inminencia de una confrontación nuclear. Los tiempos han cambiado; ahora es la
catástrofe ecológica lo que nos amenaza, por cierto, mucho más acorde a la
profecía de Orígenes.
En la misma línea, Cipriano, discípulo de
Plotino que fue uno de los que argumentó sobre el peligro que representaban los
cristianos, hace esta desoladora descripción de los tiempos que le tocó vivir,
también muy actual, por cierto:
“Hoy el mundo – afirma – habla
por sí solo: con su notoria decadencia está anunciado su disolución.
Desaparecen los labradores del campo, el comercio del mar y los soldados de los
campamentos; ya no hay honradez en los negocios, justicia en los tribunales,
solidaridad entre los amigos, habilidad en los oficios, normas en la moral.
Todo está esfumándose”. (Dodds,1965. p. 31)
Dodds concluye interpretando que:
Identificarse con un mundo semejante, tomarlo en serio como un lugar
adecuado para vivir y trabajar hubiera exigido más coraje del que normalmente
poseen los hombres. Mejor era tratarlo como una ilusión o una broma pesada y
evitar en lo posible descorazonarse. (Dodds,1965. p. 31)
La vida religiosa
romana se vio inundada de multitud de cultos iniciáticos, algunos procedentes
del propio misticismo pagano, que había evolucionado mucho desde los
pintorescos dioses del olimpo, como el hermetismo, el pitagorismo, o el
orfismo; otros, de origen más oriental, como el Zoroastrismo de Persia, eran
más “místicos” y sobre todo muy dualistas, concibiendo el mundo como el teatro
de la lucha entre el bien y el mal. El más elaborado fue el Gnósticismo, que
surgió como secta cristiana, aunque hubo versiones paganas. El Maniqueísmo fue
una poderosa manifestación tardía que compitió duramente con el cristianismo;
de su influencia surgieron movimientos cuyo rechazo de la realidad era mucho
más radical. Ahí consideraban el universo entero, la misma materia, como algo
esencialmente maligno, cuya existencia se debía a circunstancias a cuál más
retorcida. Pero ambos comparten una misma valoración extremadamente negativa
del universo, y del mismísimo Dios.:
Mientras que las creencias persa y maniquea tienden a representarse el
mundo como teatro de ese conflicto (el bien y el mal), las versiones cristiana, gnóstica y hermética lo consideran
totalmente sometido al Adversario. “Todo el mundo está asentado en el maligno”,
dice el autor de la primera epístola de san Juan; es el “dominio del miedo y el
terror, lugar de miseria con desolación”, según un salmo del Qumrán; es la
“totalidad de la malicia” para cierto hermético pagano, o como un desierto
poblado únicamente por fieras salvajes; en el valentiniano Evangelio de la Verdad es un ámbito de
pesadilla “en que se huye no se sabe adónde o se queda uno inerte cuando se
persigue no se sabe a quién” (Dodds,1965.
p. 36)
Para los gnósticos era impensable que un
mundo semejante hubiera podido ser creado por el Dios supremo; necesariamente
tenía de ser obra de un demiurgo inferior, de un demonio ignorante o
inconsciente de una mejor posibilidad; demiurgo que otros identificaban con
ceñudo y obtuso Dios del Antiguo Testamento. Es decir, que el Dios cristiano
venía a ser una emanación de un dios superior y más sublime, pero que permanece en la sombra, de manera
que cree ser el primero. Algunos incluso intercalan varias de esas emanaciones,
escalonadas, desde el Dios supremo hasta el Yahvé de la Biblia. (Elíade 1979, p. 363)
Se ha dicho
que esta idea pudo tener su origen entre los judíos renegados, que se habrían
vuelto contra Yahvé por no haber sido capaz de proteger Jerusalén de la
destrucción del año 70 d.C. (Dodds,1965.
p. 37)
En cualquier caso, lo característico del
Gnosticismo era el acceso a la salvación mediante un conocimiento introspectivo
e intuitivo de Dios de transmisión iniciática. Algo parecido, si se me permite,
a los muchos esoterismos que predican un conocimiento privilegiado de la
realidad, que solo poseen sus iniciados. Y también la valoración negativa de la
condición humana.
Como
curiosidad podemos decir que este tipo de filosofías religiosas siguieron
vigentes en la Europa oriental. Mil años después dieron lugar, al famoso
movimiento cátaro (HERRERO, M., 2007, p. 100), que entre otras cosas, predicaban la extinción de
la especie humana a través de la abstinencia sexual total. De su fervor y
carisma dan fe la capacidad para el martirio que finalmente mostraron los
últimos trescientos cátaros, cuando se arrojaron a la hoguera por su propio
pie, en el pla dels cremats de Montsegur,
Todas estas construcciones religiosas
admiten una sustanciosa interpretación psicoanalítica, en términos freudianos y
junguianos, cosa que el propio Dodds señala varias veces a lo largo del libro; por ejemplo:
El “Bithos” valentiniano (gnostico), misteriosa profundidad primordial en la
que yacen desconocidas originalmente todas las cosas, se corresponde a lo que
Agustín llama abyssus humanae conscientiae, y que hoy recibe el nombre de "subsconciente” (…)
Valentín vio el mundo material como una
proyección de los dolores de Acamot, el doble mitológico del yo humano,
atormentado por el anhelo de la verdad definitiva, pero incapaz de producir
otra cosa que un racionalismo bastardo que es preciso “crucificar” para que sea
redimido el yo (…)
Finalmente, la idea de dividir a Dios en dos personas, un Padre
misericordioso y remoto y un creador estúpido y cruel, parece corresponder a la
misma duplicidad de la imagen paterna individual con sus correlativos
componentes emocionales, con lo que se resuelve simbólicamente el conflicto
entre el amor y el odio subconscientes, al mismo tiempo que se aplaca el
sentimiento de culpabilidad y sus remordimientos. (Dodds,1965. p. 40)
Volveremos sobre esa sugestiva
“crucifixión” del racionalismo bastardo ¡para salvar al yo!, imagen que se
complementa con esta otra observación, muy junguiana, sobre la existencia de un
principio femenino en el yo:
En muchos sistemas gnósticos tiene así
mismo gran importancia la imagen materna (…) También sufre una escisión, pero
de manera distinta. Por una parte, como Sophia celeste, se proyecta sobre el
Pleroma como una entidad divina; por otra, como Sophia terrena (Acamot), se
interioriza e identifica con el yo. (Dodds 1965. p. 41n)
La
hostilidad hacia el mundo dio lugar, según Dodds, a una de las manifestaciones
más bizarras de aquellos tiempos: su interiorización en forma de disgusto con
uno mismo, que tomó dos formas: la de los remordimientos (culpabilidad) y la
del autocastigo corporal. En cuanto al primero hay abundantes ejemplos, no sólo
entre los cristianos. Se dice que la marca del verdadero santo es la dolorosa
consciencia de sus pecados (debilidades), al igual que la del verdadero sabio
es la de su ignorancia. De nuevo encontramos un conmovedor ejemplo en la
vigorosa pluma de Marco Aurelio cuando dice que…
…no ha logrado
realizar los ideales que se había propuesto ni consigue llevar una vida que
valga la pena vivir; su existencia le ha cargado de manchas y cicatrices;
anhela ser un hombre distinto del que es, “empezar a ser por fin verdaderamente
humano” antes de que llegue la muerte. Duro es para un hombre
–afirma—soportarse a sí mismo” (Dodds 1965. p. 50).
No deja de sorprender que sentimientos
tales, la dificultad de soportarse a sí mismo, afecten a uno de los hombres más
poderosos y de más talento de todos los tiempos (interpretado por Richard
Harris, si se me permite la broma).
En cuanto al “machaque corporal”, la
segunda de las manifestaciones de la hostilidad hacia el cuerpo, se dio tanto
en paganos como en cristianos:
Paganos y
cristianos (aunque no todos los paganos ni todos los cristianos) competían en
una carrera de insultos al cuerpo; este era “barro y viscosidades”, un “sucio
costal de excrementos y orina”: el hombre se halla inmerso en su cuerpo como en
un baño de agua cenagosa. Plotino se avergonzaba del simple hecho de poseer un
cuerpo; San Antonio (el anacoreta de Flaubert) se abochornaba de tener que
perder el tiempo en alimentarse o en satisfacer cualquier otra necesidad física.
Y como la vida del cuerpo era la muerte para el alma, la salvación consistía en
mortificar al primero. Como decía un padre del yermo, “Le doy muerte porque él
me está matando”. (Dodds 1965,
p. 52).
Dodds diferencia la autopunición del
ascetismo en que este no odia al cuerpo. Me permito discrepar humildemente de
esa diferencia viendo a la primera como la manifestación extrema de una misma
práctica consistente en “disciplinar al cuerpo”; no muy distinta al fin y al
cabo de la muy extendida ascesis actual del deporte extremo. La diferencia para
Dodds está en que los ascetas no necesariamente odiaban a su cuerpo, sino que
podían tener otras motivaciones, como la purificación ritual o el
fortalecimiento de la voluntad. También hoy en día no son raras las manifestaciones
extremas, patológicas, de auténtico odio al cuerpo, como la anorexia. Lo cierto
es que estas prácticas se dieron tanto en cristianos como paganos, pero los
primeros fueron mucho más lejos; Dodds cita unos aforismos paganos, que nos han
llegado en versión cristianizada:
El dominio de
sí mismo es el fundamento de la piedad; no debemos comer sino cuando tenemos
hambre; hay que dormir únicamente lo necesario; se debe evitar la embriaguez;
las relaciones sexuales han de servir únicamente para engendrar hijos. El
redactor cristiano, acerca de este último punto, adopta una postura mucho más
sombría: el matrimonio, si es que alguien se arriesga a contraerlo, “debe ser
una competición de continencia” y es mejor la mutilación que la impureza. (p.
56)
Y
añade que se producían casos autocastración, e incluso de autoinmolación, como
la de cristianos que, en las persecuciones, se autodenunciaban buscando el
martirio (Dodds p. 176s) Hasta el punto
de que la jerarquía eclesiástica hubo de prohibir tales prácticas.
Otra manifestación fue la de los eremitas
que se retiraban al desierto:
Las vidas de los Padres del yermo ofrecen numerosos y repulsivos
ejemplos de continua autotortura física: muchos de ellos vivieron años seguidos
sobre una columna, otro se encierra de por vida en un cajón en el que ni
siquiera puede estar de pie, mientras que otro se condena a vivir siempre en
esta postura; algunos se cargaban de pesa das cadenas (se han encontrado
esqueletos…); otros se enorgullecen de proezas tales como haber mantenido una
abstinencia total de alimentos durante la Cuaresma. No hay porqué alargar
esta enumeración. (p. 57)
Dodds
se pregunta sobre las raíces de “toda esta locura”, negándose a atribuirle
raíces helénicas, ni tampoco en el Antiguo testamento, aunque, en forma de
“fanático rigorismo” fue absorbido por la Iglesia , en la que “ha actuado
como un veneno lento, y cuyos restos (si se permite opinar a un extraño)
todavía no han sido expulsados del todo (p. 59). Y añade:
Por mi parte
me inclino a pensar que todo ello no es una enfermedad contagiada a partir de
una fuente extraña, sino más bien una neurosis endógena, indicio de unos
sentimientos de culpabilidad intensos y muy difundidos. Las calamidades
materiales del siglo III agravaron ciertamente la dolencia, pero no fueron su
causa, ya que los primeros síntomas comenzaron a notarse, como hemos visto,
mucho antes. (p. 60)
Desde de un modelo sistémico de la
identidad, el cumplimiento de los propósitos más “elevados” de los seres
humanos, y no me refiero a nada necesariamente místico, sino al simple
ejercicio eficaz del amor y del trabajo, como dijo Freud, chocan muchas veces
con obstáculos emocionales, de raiz biológica o adictiva que, en contraposición
a las “intenciones del alma”, percibimos como provenientes del cuerpo: la gula,
la rabia, el sexo, el poder … las grandes pasiones que estorban nuestro curso
vital, demonios de la identidad o pecados capitales para los cristianos. Es
notorio que hasta el siglo V la
Iglesia incluyese a la tristeza (¿la depresión?) como un
pecado capital (¿porque es adictiva?) En todo caso es sabido que frente a una
adicción ya establecida es más fácil mantener una abstinencia total que
conseguir un consumo controlado. No tiene nada de raro que “en épocas de angustia”,
angustia que en definitiva también sentimos como ajena a un “yo” ideal,
depurado de emociones desquiciantes, una de las reacciones de la gente, ayer y hoy,
consista en “mantener a raya” las apetencias corporales mediante una ascesis
radical. Que la motivación consciente sea el odio al cuerpo, o su
glorificación, tiene la proverbial función secundaria que sabios y terapeutas
atribuyen a la razón: ancilla fidei o
justificadora de las decisiones tomadas por la emoción.
Al principio odiados como causantes de la
decadencia de la cultura pagana, lo cierto es que los cristianos fueron también
impregnándose de la poderosa cultura clásica, Sócrates, `Platón y sobretodo
Aristóteles, que reformularon en apoyo de su propia doctrina (sobre todo por
Orígenes y Agustín). Poco a poco fueron siendo aceptados, incluso dando lugar,
con el peculiar proselitismo práctico de los romanos, a formas híbridas de
culto pagano y cristiano, buscando consciente o inconscientemente una
coexistencia pacífica.
Se dice que el emperador
Alejandro Severo, tenía en su capilla privada estatuas de Abrahán, Orfeo,
Cristo y Apolonio, cuatro poderosos prophetai a
los tributaba igual reverencia. No era el único que mantenía semejante actitud;
por la misma época predicaba el gnóstico Carpócrates un culto compuesto
parecido; si hemos de creer a Ireneo y Agustín, sus discípulos veneraban
imágenes de Homero, Pitágoras, Platón, Aristóteles, Cristo y san Pablo. (Dodds,1965. p.143).
Otros gnósticos incluyeron en su culto a sabios orientales, como Zoroastro (el Zaratustra de Nietsche). Mani, el
profeta del Maniqueísmo, una especie de versión radical del gnosticismo, y
rival del cristianismo en el siglo III, contaba a Buda, Zoroastro y Jesús,
entre sus predecesores enviados por Dios. El proceso de asimilación mutua
culminó en Constantino, que llegó a ver en el cristianismo la única esperanza
de mantener la coherencia del imperio, y lo convirtió en la religión oficial. (Brown, 2012, p. 84).
De la polémica intelectual que hubo entre
paganos y cristianos, a la que Dodds dedica muchas páginas, destacamos dos
cosas. La primera es el reproche que se les hace, p.e. Celso, a los cristianos
de no aportar nada nuevo, nada que no hubieran dicho ya los filósofos clásicos,
sobre todo Platón. Incluido lo de poner la otra mejilla.
Orígenes, por
su parte, no lo niega; la diferencia está, afirma, en que los predicadores
cristianos “cocinan para la multitud”, mientras que Platón sazona el mismo
plato para agradar a los nobles. Admira a Platón
seguramente tanto como Celso, pero a Platón sólo lo leen los ilustrados. De
hecho, parece sugerir en ocasiones que el cristianismo es un platonismo para
todos. (p.159)
En la misma línea, la otra crítica es
hacia la pistis de los cristianos.
Pistis era, para los griegos el grado ínfimo de conocimiento, propio de la
gente que creen las cosas de oídas, sin atender a razones para ello; en
resumen, la fe de los creyentes (religiosos o no). De nuevo Orígenes replica
con sagacidad que, aunque como intelectual también siente disgusto por la
pistis…,
“La aceptamos
como beneficiosa para la multitud, puesto que, en parte a causa de las
necesidades de la vida, y en parte debido a la humana debilidad, son muy pocos
los que se entusiasman con el pensamiento racional” (…) tampoco los paganos
eligen su filosofía por motivos puramente racionales. (p. 160)
Al final,
después de Plotino, el platonismo se acercó más a una religión, y sus propios
líderes admitían la importancia de la pistis (respeto y estudio de los textos
sagrados) para el acercamiento a Dios:
“Hemos de creer que en
volvernos a Dios está nuestra única salvación”; sin esta fe es imposible llegar
a la verdad, el amor o la esperanza. (…) Y es que el neoplatonismo, si quería
luchar en pie de igualdad con el cristianismo, no tenía más remedio que
convertirse en una pistis. (p.162)
Esta última observación de Dodds abre una
perspectiva más amplia sobre el significado y alcance de esta crisis. Una de
las últimas obras del psicólogo suizo Carl Gustav Jung, “Respuesta a Job” plantea una audaz interpretación de los relatos
bíblicos. Según él el Libro de Job implica un cuestionamiento moral del
mismísimo Dios, que sin muchos motivos permite que el justo Job caiga en una
prolongada desgracia. Job la acepta con su proverbial resignación, lo que deja
a Dios moralmente deteriorado. La
interpretación de Jung es que este episodio bíblico significa el ascenso de la
razón humana, de la identidad individual, por encima de la psique emocional, o
sea de la identidad colectiva. La
datación del libro se sitúa entre el 250 y el 500 a.C. El problema teológico que
se plantea es ¿Cómo recuperará Dios la dignidad?
La solución,
la respuesta a Job, es a la medida del problema y llegará quinientos años
más tarde: Dios decide hacerse humano, y sufrir tortura y muerte. Y ese
acontecimiento, real o virtual, pero sin duda el más importante de la
cultura humana, marcará el año cero de nuestra era. (Derqui, 2010)
Esto abre una nueva perspectiva sobre esta
crisis: Cognición/emoción; Individuo/grupo; razón/pistis; alma/cuerpo… tal vez
lo que se estaba dilucidando en ese año cero de la era cristiana es la
estrategia humana frente a la realidad. De la razón frente a la emoción; de la
preeminencia de la razón individual, frente a las pasiones del cuerpo… y de la
responsabilidad individual frente a las identidades sociales. Los cristianos
habían convertido las conductas adictivas en pecados capitales: la voracidad,
la codicia, el sexo… son los demonios de la identidad. Pero la razón, la libertad
racional individual, a esa la designaron como el pecado original. Es “esa razón
bastarda que es preciso crucificar” ¿recordáis? Es el fruto del árbol de la
ciencia del bien y del mal, el que hizo que Adán y Eva abrieran los ojos y
sintieran, por vez primera, vergüenza. Es decir, el surgimiento de la
responsabilidad individual, por la que fuimos expulsados del paraíso.
Y es
muy interesante que haya otras señales, otros rastros, que concuerdan con esta
interpretación. Veamos dos de ellas: La primera es el Orfismo; los últimos
estudios sobre los movimientos religiosos en el mundo clásico han desplazado su
interés del Gnosticismo al Orfismo; este surge como una secta pagana centrada
en el poeta mítico Orfeo, y en el dios Dionisio (baco), que en su infancia fue
asesinado por los titanes, pero que resucita después. Ese elemento,
muerte/resurrección, y otros que lo asemejan al cristianismo, han suscitado un
debate sobre si es un precedente del cristianismo. Herrero de Jáuregui, en su
formidable monografía, atribuye estas analogías…
…más que a una dependencia
directa y única a partir de éstos, a su origen común en la koine espiritual que se forma en el Mediterráneo a partir del siglo
II a. C., muy influida por el platonismo vulgarizado y por las religiones orientales.
La aspiración a la salvación mediante la unión con la divinidad y la pureza
moral y ritual presentes en los misterios helenísticos y en el cristianismo
proceden de este clima individualista, universalista y sincretista al tiempo.
(Herrero 2007, p. 19)
Una idea muy interesante: Una demanda
generalizada que da lugar a una koiné
espiritual. La otra señal es una
última cita de Dodds, pero esta de su libro más famoso: “Los griegos y lo
irracional”, donde hablando sobre la aparición de los cultos a Dionisio (Baco), anteriores al Orfismo, recordemos: el dios del vino, la danza y las bacanales, seis o
siete siglos a.C., dice:
…, es Lysios,
“el Liberador”: el dios que, por medios muy sencillos, o por otros no tan
sencillos, hace posible que uno, por un breve tiempo, “deje de ser uno mismo”,
liberándole de este modo. Esto es, a mi entender, el secreto principal de su
éxito en la Época Arcaica: no solo porque la vida en aquella época era con
frecuencia algo de lo que se quería huir, sino especialmente porque fue en esta época cuando el
individuo, como el mundo moderno lo conoce, empezó a emerger de la antigua
solidaridad de la familia y encontraba
difícil de llevar la carga de la responsabilidad individual, a la que no
estaba acostumbrado. (Dodds 1951, p.
82).
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