martes, 2 de octubre de 2012

Leyendas, esta de la Guerra Civil (2)



    Voy a contar una historia ocurrida durante la Guerra civil española;  me la contó  un conocido de “El Bauprés” que todas las tardes se tomaba dos o tres copas discretamente acodado en la barra.  Le había ocurrido a su padre.

El subsodicho forma parte de una unidad del bando nacional. En un avance relativamente tranquilo su compañía entra en un pueblo que ocupa sin problemas…  hasta que se encuentran con un Brigada Internacional, al que hacen prisionero. Tal vez fue un chivatazo. Se trata de un joven holandés que, al retirarse su unidad,  se había quedado porque se había casado con una española. Parece ser que en aquella guerra brutal la cuestión de los extranjeros era especialmente cruda en los dos bandos: cuando se cogía a uno se le fusilaba sin más. Pero, contra lo que se ve en las películas, resulta que a la hora de la verdad a nadie le gusta fusilar.  El mando del pelotón  se lo asignan los tres oficiales por turno rotatorio, teniendo en cuenta que el oficial al mando tiene que dar el tiro de gracia. En aquella ocasión tremenda le tocaba a nuestro hombre, que intentó negarse. Hubo bronca, y al final el capitán de la compañía le dio la orden poniendo la pistola encima de la mesa, lo que al parecer es un ultimátum definitivo, que viene a significar: “o disparas tú, o te disparamos a ti”.

 Por la mañana se ejecutó la sentencia. Se dispuso un camión para ir a las tapias del cementerio. Detrás, en la caja iban sombríos los soldados, y en la cabina el conductor, el oficial y el prisionero en medio.  Durante el angustioso trayecto ocurrió algo insólito: el prisionero sacó un paquete de tabaco americano, por entonces un verdadero tesoro, y le ofreció un cigarro a nuestro hombre .  Y él, que estaba hecho polvo, contaba que se obligó a aceptarlo “por cojones”. A mi amigo, siendo adolescente, aquel comentario muy en la línea fascistoide militarista de la época, le resultaba odioso, e incluso alguna vez se lo afeó.

   Sin embargo, con el tiempo llegó a comprender que era su manera de expresar la terrible tensión por la que tuvo que pasar, y la decisión casi moral que tomó al aceptar aquel cigarro. Para él, que era un ferviente cristiano, era como si “aquel rojo” le ofreciese el perdón, y al hacerlo le colocase ante un mudo reproche moral, y una angustiosa paradoja: Aquel cigarro era una elegante manera de poner la otra mejilla. Y aceptarlo fue aceptar su perdón y su reproche.

   Más tarde, en una reunión familiar, mi colega oyó un comentario que le dio un nuevo matiz a la historia: Hablaban de batallitas  familiares, y entonces uno de sus tíos, hermano menor de su padre, dijo “Enrique era muy fantasioso; le gustaba mucho asumir como propia cualquier historia que le pareciese buena”. Eso le hizo  pensar que tal vez se trataba de lo que se conoce como una “leyenda”. Una historia que empieza a contarse una y otra vez en determinado momento histórico, y cuyo éxito estriba en que recoge eficazmente una determinada circunstancia emocional. Como la “Historia Mortal” de la película de Orson Welles.

   En este contexto me dirijo a los lectores  ¿Alguien ha oído contar una historia parecida sobre la Guerra?  


                                                                      (Sigo con el tema en otra entrada)

Leyendas, urbanas o no. (1)



    Lo interesante es el mecanismo por el que un acontecimiento se convierte en leyenda. O sencillamente el  surgimiento de la misma, con acontecimiento “desencadenante” o no. Veamos un primer ejemplo.

    Para mi el prototipo de leyenda urbana es la siguiente historia: un tio va caminando por una calle estrecha, a altas horas de la noche. En dirección contraria viene otro tipo, lo que le produce una cierta inquietud. No sé como, el caso es que al cruzarse llegan a tropezar. Nuestro héroe sigue caminado y, un poco aturdido por el susto trivial, se palpa los bolsillos. En ese momento descubre que su cartera no está en su sitio; el bolsillo habitual está vacío. Entonces tiene uno de esos arranques insólitos que a veces ocurren en “gente normal”,  y lleno de decidida ira, vuelve sobre sus pasos, y alcanzando al transeúnte con el que había tropezado, le apunta con el dedo metido en el bolsillo, y con gran vehemencia le conmina a que le entregue la cartera. El otro asustado se la da. Cuando nuestro amigo llega a casa, se encuentra con que lleva dos carteras: la suya en un bolsillo distinto, y la del otro menda.  Había pasado del miedo a sufrir un atraco, a convertirse él mismo en un atracador.

     Esta historia la he oído cuatro veces. Dos de ellas con pelos y señales, poniendo nombre al protagonista, y a los lugares donde había ocurrido. Los nombres eran muy referenciados, claro (“le pasó a un primo de mi amigo Fulanito…”), y los lugares un tanto genéricos. La primera vez que oí la historia, que me encantó, fue en Barcelona, y lo situaban en las callejas  de “El Coll”, más allá del Puente Vallcarca. Con la misma minuciosidad, y no muchos años después la oí en Madrid, situándola en los fragosos alrededores del lago de la Casa de Campo.  Una tercera vez la oí de forma más anecdótica y lejana, también en Madrid, sin muchos detalles. Y la cuarta (el orden es arbitrario) es la que colmó el vaso de mi asombro, y me concienció sobre el tema de las leyendas urbana: es uno de los incidentes que  en la película “El prisionero de la segunda avenida” llevan a la exasperación al bueno de Jack Lemmon, y lo sitúa en un parque, supongo que Central Park.  La anécdota es que, el atracado, no es otro que un jovencito Silvester Stallone. El guión es de  Neil Simon, sobre una exitosa obra de teatro de él mismo

    Intuitivamente el fundamento psicológico no tiene mucho secreto: el famoso “miedo a salir de noche” (por cierto, otra película que no he visto), se resuelve en un incidente sorprendente y chistoso.

                                                                        (Sigo con el tema en adicionales entradas)